El último mes del año en el calendario de la Iglesia es el mes de noviembre; no así en el calendario civil, como todos sabemos.
Un mes en el que la Iglesia nos invita, especialmente, a poner los ojos en la otra vida, en el más allá. Son dos celebraciones litúrgicas que destacan en noviembre: la Fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos. Dos celebraciones distintas, cada una con su carácter propio. El día de todos los Santos tiene un carácter festivo y alegre. En él tributamos un homenaje desde la tierra a esa multitud incontable de hombres y mujeres que viven para siempre felices con Dios en el Cielo.
La conmemoración de los Fieles Difuntos tiene un carácter, más bien, penitencial. Nos invita a orar y ofrecer nuestros sufragios por aquellos hermanos que viven en un estado transitorio de purificación que llamamos el purgatorio.
"EN LA CASA DE MI PADRE HAY LUGAR PARA TODOS"
Sí, el día de Todos los Santos es una fecha para recordar y meditar estas palabras de Jesús: "En la Casa de mi Padre hay lugar para todos y yo voy a prepararos sitio, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3)
Nuestra morada actual es la Tierra, que es un valle de lágrimas como rezamos en la Salve. Aquí hay alegrías, pero también abundan las penas. Por eso necesitamos levantar con frecuencia los ojos al Cielo.
Ahora, cuando hablamos de levantar los ojos al Cielo, no es para desentendernos de la Tierra, donde todos tenemos una tarea que realizar, sino para realizar esa tarea con mayor responsabilidad y entusiasmo.
CAMINOS QUE LLEVAN AL CIELO
En la liturgia del día de Todos los Santos, la Iglesia nos propone el texto evangélico de las Bienaventuranzas. Y ¿a quiénes llama Jesús bienaventurados o dichosos?
Llama bienaventurados a los pobres de espíritu, es decir, a los humildes y sencillos, a los que saben entregarse generosamente al servicio de los demás. Llama también, bienaventurados a los sufridos, a los que saben aguantar con serenidad las impertinencias ajenas o las situaciones conflictivas de la vida; a los que saben aceptar sin desesperar el dolor, la enfermedad, el contratiempo.
Llama, igualmente, bienaventurados a los limpios de corazón, es decir, a los que no andan por la vida con trampas y mentiras, sino que tratan de jugar siempre limpio. Llama, asimismo, bienaventurados a los misericordiosos, a los que sintonizan fácilmente con las necesidades del prójimo y saben dar cariño, comprensión y ánimo al que va sin ilusión por la vida.
También llama bienaventurados a los que construyen la paz, no incordian, evitan el chismorreo y controlan sus dichos, gestos e instintos. En fin, llama bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia, es decir a los que de verdad buscan la justicia y el bien.
Estos son los caminos que Jesús propone a sus discípulos para alcanzar esa meta feliz que llamamos Cielo.
¿Nos decidimos a seguirlos?